Despotismo ilustrado

Introducción

Los príncipes europeos, ante los repetidos ataques a la doctrina del origen divino de la monarquía, buscaron y hallaron en los escritos de sus impugnadores, los filósofos (Voltaire, Diderot, los fisiócratas, Turgot, etc.), nueva justificación para su autoridad: la utilidad pública, la felicidad universal. En nombre de la razón, de la utilidad y del orden natural, los déspotas ilustrados concentraron en sus manos todos los resortes del poder, redujeron los privilegios de la nobleza, de la Iglesia y de las corporaciones locales y provinciales y dictaron multitud de disposiciones tendentes a asegurar a sus respectivos países un lugar preeminente en el concierto internacional. Los monarcas y sus equipos ministeriales entendieron que toda mejora en las condiciones de vida de los súbditos entrañaba un aumento de los recursos del Estado, y con esas miras cultivaron la filantropía; humanizaron la administración de justicia (abolición de la tortura); reformaron los órganos de Gobierno, uniformándolos y centralizándolos; abogaron por una menos injusta repartición de las cargas tributarias; secularizaron el Estado, proclamaron la tolerancia religiosa y sometieron a la Iglesia al control de aquél (galicanismo, josefinismo, regalismo); concibieron la educación como el motor del progreso material y espiritual de los pueblos y prestaron especial apoyo a la enseñanza, con la creación de escuelas, academias, gabinetes científicos y museos; impulsaron numerosas obras públicas (caminos, canales de riego y de navegación, etc.); fomentaron la creación de riqueza, concediendo exenciones fiscales a las manufacturas y protegiendo a la población campesina, considerada «el nervio del Estado»; un tanto a pesar suyo, favorecieron la formación o la consolidación de una burguesía de tipo moderno, a la que negaron, generalmente, participación en el poder («todo para el pueblo, pero sin el pueblo»); en el terreno económico, como ya se ha apuntado, trataron de conciliar el liberalismo de Quesnay (supresión de las trabas feudales: monopolios gremiales y señoriales, peajes, aduanas interiores, etcétera) y el mercantilismo de Colbert (compañías privilegiadas, dirigismo estatal), pero fracasaron en su intento. Aunque nacido en Francia, el despotismo ilustrado sólo triunfó plenamente en los países del sur, del centro y del este de Europa, es decir, en las entonces más atrasadas regiones del viejo continente; prototipos de déspota ilustrado fueron José I y Pedro III de Portugal, Carlos III de España, Leopoldo I de Toscana, María Teresa y José II de Austria, Catalina II de Rusia y Federico II de Prusia. El despotismo ilustrado no fue un sistema político coherente, sino una fórmula de transición; sus contradicciones internas se hicieron patentes muy pronto, y la Revolución Francesa le asestó un golpe de muerte; desde 1789 los monarcas buscaron nuevamente la alianza de la Iglesia y de la aristocracia frente al enemigo común –la burguesía y el pueblo llano– y volvieron a posiciones más autocráticas y reaccionarias; por su parte, los burgueses cobraron conciencia de su propia fuerza y se percataron de que podían alzarse con el poder e instaurar un orden nuevo sin necesidad de hacer concesiones.

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